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En una esquina arbolada del clásico barrio Los Troncos, esta vivienda se proyecta como un refugio para el encuentro cotidiano.

Diseñada para una familia que entiende el habitar como una experiencia compartida, la casa se organiza en torno a un gesto claro y contundente: un cilindro de hormigón que alberga la escalera, donde la madera se pliega y se eleva, dando lugar a un fuelle central que articula los espacios y marca el ritmo de la vida interior.

Ese núcleo, casi escultórico, concentra y distribuye. No sólo organiza la circulación vertical, sino que se convierte en el corazón sensorial de la vivienda. A su alrededor, los espacios se abren y se cierran, acompañando los distintos momentos del día: el desayuno familiar, el juego de los chicos, las largas cenas entre amigos.

El hormigón, expuesto, convive con texturas cálidas que equilibran su presencia: madera natural, luz filtrada, vegetación. La materialidad no es un gesto formal, sino un vehículo para contener lo esencial: lo humano, lo compartido, lo cotidiano.

En esta casa, arquitectura y vida se entrelazan en un gesto simple, pero profundo: reunir.